Ayer crucé las puertas del quirófano, esas que casi nadie desea atravesar por gusto. Cierro los ojos y tengo en mente el sonido de la camilla recorriendo pasillos y aquel ascensor que no funcionaba... le pregunté al celador ¿no hay otro?.
Recuerdo como el frío me erizaba la piel y entramos en la antesala de los quirófanos, allí me ofrecieron una manta y conocí a la que sería mi anestesista. Una enfermera me puso una vía en la mano, se les rompió y tuvieron que colocar otra... ésta fue la definitiva.
A los pocos minutos se acercaron con una camilla más estrecha con perchero incorporado y bolsa de suero... era mi mesa de operación... llegaba el momento. Cambio de camilla y directos a quirófano... ver a mi cirujano me reconfortó, confío plenamente en él desde el día de la primera visita a su consulta. Me llenaron de ventosas por la espalda, los brazos estirados sobre unos soportes especiales y una mascarilla de oxígeno en la boca que desprendía un aire fresquito con olor a gel de supermercado.... "inspira profundo", me dijeron, "como si estuvieras haciendo yoga". Alguien preguntó ¿podemos empezar?... y a las cinco o seis inhalaciones, pensando porque olía a perfume el oxígeno me quedé profundamente dormida.
Horas más tarde desperté en una sala de reanimación, fue un despertar agradable..., escuchaba unas voces, ni las reconocía ni sé que decían... en un primer instante lágrimas de agradecimiento "no llores" me dijo alguien... pero no era tristeza, me sentía muy bien y muy agradecida. Al cabo de unos minutos el calor de los míos le pudo al frío que deja un quirófano en la piel.
Hoy brindo por la vida, no se cual será el tratamiento posterior a la tumorectomía, pero cuando te dicen que tienes cáncer de mama cada día es un regalo.
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